sábado, 13 de febrero de 2010

112

Tres horas después el archivo aun no se había descargado. 
La tarjeta de memoria iba lenta,daba errores y bloqueaba el ordenador que revolucionaba su procesador.
Al fin pasaron las imágenes que completaban la historia y con una
nueva memoria portátil cargada y libre de virus bajó a la calle, la vieja recibió
sepultura junto los restos de la cena.

La bicicleta corría entre los coches atascados de semáforo en semáforo. La
gran manada de monstruos humeantes esperaba atascada a arrancar su
abotargada marcha lentamente. Entre sus huecos, los radios de las finas ruedas
reflejaban el sol en los espejos retrovisores que la perdían de vista fugázmente.
A mitad camino de la redacción, la cola de la copistería guarda en silencio
sus pensamientos. Repasa frase por frase la historia. Sus ojos acompañan a cada
hoja en su salida de la impresora y una tímida sonrisa decora su mirada al ver
por primera vez en tinta y papel a su hija.

Tres con ochenta y el cambio golpetea las llaves en el holgado bolsillo del
pantalón.
En la calle una vez más saca las llaves del pitón y acompaña al giro de la
muñeca una extraña mueca. Quita el candado de la rueda delantera y descubre
un nuevo candado enganchado al cuadro de la bicicleta.
La mirada recorre todos los puntos entre las llaves y la bici, repasa la calle
buscando otra bici idéntica. No la encuentra y la estupidez se siente latente al
apretar su único candado, abierto, entre las manos.
El otro candado, nuevo, fuerte y poco usado continua aferrando la bici a la
farola. Una gota de sudor se desliza por su mejilla mientras en su cabeza las
ideas desaparecen dando paso a un fornido silencio inhóspito y descorazonado
que se siente estúpido al pensar.
Y la lluvia comienza a caer desde el cielo, la ciudad se inunda en un
ambiente asceta que prescinde de todo lo innecesario. Los monstruos
humeantes pasan llameantes ante la mirada humedecida. Los pasos alrededor
amainan y el gentío desaparece. El aire comienza a tomar ese aspecto casi
visible y ese aroma hediondo que clava arcadas entre las costillas.
Las manos forcejean con el candado desconocido mientras la ropa comienza
a gotear sin disimulo sobre la calle. Al final la solución obvia, como siempre.
Intentaba hacer palanca con su candado sobre el ajeno, cuando unos gritos
lejanos lo arrancaron de su soledad. Tres sombras a la carrera se acercaban.
Apenas quince minutos después su nariz sangraba y sus rodillas se clavaban
en el suelo, el dueño del candado extraño llegó con dos policías, gritando:
- Ladrón, mi bici.
Los policías no dudaron en inmovilizar al dueño de la bicicleta, mientras
este balbuceaba alguna explicación. El ladrón huía con la bici, mientras los
policías respondían con golpes a los gritos rabiosos de quien había sido
engañado. En el suelo las hojas y los archivos informáticos se balanceaban
sobre el agua de un charco, inertes, vacías, ilegibles. Las lagrimas y la lluvia se
mezclan en el regreso, da rabia que la maldad gratuita ajena pueda resultar tan
cara. Una débil sonrisa asoma en él fondo del rostro gris, le tranquiliza pensar
lo mucho que falla el freno de detrás.

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