lunes, 26 de abril de 2010

Ella en La Ciudad: El segundo principio


Cuando la Nada desapareció, todo había cambiado. Me encontraba muy lejos
seguro de las tabernas y por suerte, también me encontraba fuera de la Nada. Desde el
camastro se veía a través de una esquiva ventana, el cielo. Tan azul, tan puro, la
corteza de la caverna que rodea la Ciudad brillaba con todo su esplendor. Y a través
de la inmensidad un delfín traspaso con su silueta la imagen cristalina.
Entonces recordé a la sombra que se hundió en la nada y vi como a mi lado,
acurrucado junto a la cama una pequeña sombra humeante tiritaba de frío.
La comadrona de la casa me acompañaba ausente, siempre miraba el horizonte a
la espera de alguien. Con su mente lejana, balbuceando recuerdos, no descansaba un
segundo hasta que todas las comodidades rodeaban mis necesidades sutilmente. Una
muda melancolía se le escapaba de entre las manos cuando la pequeña sombra
correteaba por su alrededor, pero nunca las lagrimas hirieron aquellas mejillas. El
dolor, al igual que todos los sentimientos parecían haber abandonado a la comadrona
hace ya mucho.
Pasaba el tiempo y yo continuaba allí descansando, era reconfortante y sentía
como las heridas ajenas que surcaban mi piel cicatrizaban poco a poco. La sombra
jugaba en los prados, mientras tarareaba, en susurros, incoherentes historias sobre
gente de extraños rostros.
Sucedió entonces, como cuando caen las cosas inevitables. La comadrona de la
casa, esperaba sentada en la entrada como siempre que caía la noche. Con una
apolillada mantilla tapaba todo su cuerpo, envejecía solo con tomar esa pose, y de sus
labios sonaba un susurro que se lamentaba por donde duermen los delfines que surcan
el cielo. La taza de te entre sus manos desprendía tanto humo, que su rostro
prácticamente desaparecía detrás de él. Me di cuenta de ello, mientras le decía que yo
encontraría ese sitio y mientras la Nada empezaba a esparcir su manto tapando los
brillos de la noche.
Fue la pequeña sombra la única que lo advirtió y envolvió el cuerpo de Helena,
poco a poco la telaraña rojiza de su pelo desapareció bajo una bruma que terminó
disipandose antes de que la nada cayera sobre la entrada de la casa. En el recuerdo de
las dos quedara para siempre esa mirada cómplice de quien desaparece para mucho
tiempo.
Para cuando Helena abrió los ojos la desértica soledad y la pequeña sombra eran
lo único que le acompañaban. Todo había sido engullido por la Nada antes de
engullirse a si misma.
La pequeña sombra corría a toda velocidad apenas cinco pasos de distancia y
luego volvía reptando despacio hasta la compañía de la sombra de Helena. Parecía un
rayo azabache que zigzagueaba entre el polvo y las pocas plántulas que habían
sobrevivido a la desolación de la nada.
Mientras divagaba hacia donde ir, la sombra no tenía ninguna duda, cosa de la
que me costo mucho darme cuenta. Finalmente corría intentando seguir a la sombra
por los enmarañados pasillos de zarzas que se esconden al oeste de la pradera.
La inmensidad de los laberintos naturales de la estepa es sobrecogedora. Al
principio apenas notas la diferencia en el paisaje, parece otra loma cualquiera de La
Ciudad. Pero para cuando tu sentido común te hace alzar la vista, ya ves los muros de
pinchos a tu alrededor decorados por moras del tamaño de un puño.
Mientras corríamos por los interminables túneles, hasta los riscos que moldean el
laberinto y por las empinadas pendientes que lo decoran, no deje de ver ni por un
instante restos de desaparecidos que encontraron su descanso aquí.
Las canciones de cuna sobre este lugar nunca escatimaron detalles sobre las
grotescas formas de los cadáveres que aquí reposan, pero también es verdad que
jamas, por muy espeluznantes que sean los relatos del laberinto de zarzas, jamas
podrán relatar el pavor que desprende este lugar.
Seguía siguiendo a la sombra que repasaba pasillo por pasillo, no había ninguna
duda en que sabía lo que estaba haciendo, pero las fuerzas empezaban a decaer
cuando un sonido seco y sordo cayo del techo de la caverna.
Creo que empecé a correr antes de que aquel joven serpéntido tocara suelo. Esas
malditas bestias, encarnación viva del odio humano, poblaban el techo de la caverna
o al menos eso contaban las historias. Mientras caía se vieron bien abiertas sus fauces
que agujerearon las zarzas en su caída, quien viese las zarzas dudaría entre el ácido y
el veneno si le preguntaran que quemó a la planta. Alzándose sobre la punta metálica
de su cola irguió todo su lomo y abrió sus fauces enseñando los mares de lava que
campan en su interior, clavó la punta y se abalanzó sobre la sombra que lo esperaba
echo una bola flotante
Una curiosa batalla sucedió tras aquel instante, la sombra rebotaba de zarza en
zarza haciendo pequeñas elipses que lo alejaban del suelo justo un poco mas que la
altura del serpéntido. Mientras el paso del serpéntido, infinitamente más rápido y
turbulento, agujereaba por doquier el zarzal. Mucho tiempo tendrá que pasar para que
vuelvan a crecer intactos aquellos espeluznantes pasillos de pinchos, moras y huesos.
El serpéntido intentaba cazarlo dando pequeños saltos, pero se notaba que no
controlan bien las pequeñas distancias, porque siempre eran demasiado potentes y
con las milésimas de segundo que el serpéntido tardaba en caer, la sombra conseguía
alejarse lo suficiente para dar un par de saltos y girar en una nueva esquina. Las horas
fueron pasando y poco a poco fue desapareciendo el laberinto de zarzas pasto de las
fauces del serpéntido. Cuando por encima de la estepa, más allá de los montes
colgantes que a lo lejos esconden el lago de la rosa negra, aparecieron una pareja de
delfines gargantuescos nadando en la inmensidad del cielo.
Entonces comprendí una de las razones del eterno devenir de los delfines, el
serpéntido continuaba atacando ajeno a lo que venía desde el horizonte y la sombra
continuaba con su infatigable huida. Cada vez tenía menos sitios donde rebotar y el
final de la batalla lamentablemente para él se acercaba, en mitad de un giro notó la
presencia de los delfines y tan rápido como el mismo tiempo se dirigió de cara hacia
su inmensidad.
Apenas cien metros los separaban y las enormes aletas rozaron la tierra creando
un huracán que me expulsó rodando bien lejos, mientras rebotaba vi como se
alimentaban los delfines. Los serpéntidos y algunas otras bestias anidan en el techo
para poder devorar a su antojo cualquier lugar descubierto de La Ciudad, los delfines
intentan evitarlo cuidando así de todos. O quizás solo vuelan porque los encuentran
deliciosos y aquí abajo no hay. No se, solo ellos lo saben y al verlos tan cerca,
aplastada contra el suelo, con magulladuras en toda la piel, su presencia me hace
temerlos más que amarlos.
La pequeña sombra me envuelve y a pesar de que esta completamente agotada me
lleva levitando. Apenas puedo abrir los ojos, tengo la sensación como si se me
hubieran arañado las corneas notó la sangre salir por mis pestañas, pero también noto
el aroma inconfundible de los delfines rodeándome.
Empezaron su cántico para despertar a otra pareja y noté como nos deteníamos, la
sombra desapareció de mi lado. Exhausta por el largo camino y por las heridas caí
desmayada en el suelo.
Al despertar no veía nada a mi alrededor, palpe mi cara y note una venda en ella,
nadaba plácidamente entre un tacto sedoso que emanaba dulces aromas. Oía cerca el
gruñir de una bestia y notaba el pelaje de su pata rozarme el pelo o los pies. En mitad
de la oscuridad de mi ceguera no sentía miedo, algo me era familiar, pero no deseo
salir de este baño tibio y tranquilo. Los recuerdos de la nada persiguiéndome, de las
batallas, del miedo, se desvanecen. Al final la bestia cesa en su intento de llevarme a
la orilla y se aleja entre aullidos de dolor. Un aroma familiar y lejano me abraza más
allá de los olores del lago y la felicidad finalmente descansa en mi aliento.

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